El “Yo” está estructurado como un síntoma, no es más que un síntoma privilegiado en el interior del sujeto, es el síntoma humano por excelencia, podemos decir desde la teoría psicoanalítica que el “Yo” es la enfermedad mental del hombre.
Como nos muestra Freud, en general, la psicología de los pueblos se preocupa muy poco de averiguar por qué medios queda constituida la necesaria continuidad de la vida psíquica en las generaciones sucesivas. Tal continuidad queda asegurada en parte por la herencia de disposiciones psíquicas, las cuales precisan, sin embargo, de ciertos estímulos en la vida individual para desarrollarse. Así es como habremos de interpretar las palabras de Goethe: “Aquello que has heredado de tus padres, conquístalo para poseerlo”
Sabemos que no hay hechos psíquicos que sucumban a una “represión” sin dejar la menor huella de ellos. Las más intensas represiones dejan tras de sí formaciones sustitutivas deformadas, las cuales originan a su vez determinadas reacciones. Ninguna generación posee la capacidad de ocultar, a las siguientes, hechos psíquicos de cierta importancia.
El hombre posee en su actividad intelectual inconsciente un aparato que le permite interpretar las reacciones de los demás; esto es de rectificar y corregir las deformaciones que sus semejantes imprimen a la expresión de sus impulsos afectivos. Merced a esta comprensión inconsciente de todas las costumbres, ceremonias y prescripciones que la actitud primitiva con respecto al “padre” hubo de dejar tras de sí, es quizá como las generaciones ulteriores han conseguido asimilar la herencia afectiva de las que precedieron.
Hay quién se pregunta: ¿Qué fue primero el huevo o la gallina? Primero fue el gallo, es decir el padre, la ley, el lenguaje, el símbolo y de ello da cuenta la escritura. Toda ciencia devela cegueras y sorderas humanas. Después de la producción científica, cada cual debe tomarse el trabajo de apropiase de lo ya heredado por humano.
Un ejemplo de lo que decimos (léase “Tótem y Tabú” de S. Freud, “La Rama Dorada” de J. G. Frazer) es concebir las primeras prescripciones y restricciones de orden moral como reacción a un acto que proporcionó a su autores la noción de crimen. Arrepintiéndose de la comisión de dicho acto, decidieron excluir su repetición y renunciar a los beneficios que el mismo podría haberles procurado (matar al padre para ocupar su lugar y disponer, con ello, de todas las mujeres y el poder sobre la tribu).
Cuando no hay “padre” todo se hace tabú, todo es obligatorio y nada está permitido, ni la sexualidad adulta. Cuando hay “padre” todo está permitido, menos lo incestuoso, toda sexualidad adulta está permitida.
Esta fecunda conciencia de culpabilidad no se ha extinguido aún entre nosotros. Volvemos a hallarla especialmente y con una eficacia asocial entre los neuróticos, en los que produce nuevos preceptos morales y continuas restricciones a título de expiación de los crímenes cometidos y de precaución contra la ejecución de otros nuevos. Pero cuando investigamos en estos neuróticos los actos que han despertado tales reacciones, quedamos defraudados. La conciencia de su culpabilidad no se basa en actos ningunos, sino en impulsos y sentimientos orientados hacia el mal, pero que jamás se han traducido en una acción. La conciencia de culpabilidad que agobia a estos enfermos se basa en realidades puramente psíquicas y no en realidades materiales. Los neuróticos se caracterizan por situar la realidad psíquica por encima de la material, reaccionando a las ideas como los hombres normales reaccionan tan sólo a las realidades.
Si los deseos y los impulsos presentan para las tribus primitivas (como demuestran las investigaciones realizadas por J.G. Frazer) un valor de hechos, sólo de nosotros depende intentar comprender esta concepción, en lugar de obstinarnos en corregirla conforme a nuestro propio modelo. Intentaremos, nos dice Freud, formarnos una idea precisa de la neurosis, puesto que es ella la que ha hecho surgir en nosotros las dudas que acabamos de señalar.
Dr. Carlos Fernández
Médico Psicoanalista